Adela Lestón es mariscadora.

Es una de las mujeres más fuertes que hemos conocido nunca. Cuando la llamamos para que viniese al restaurante a contarnos a todos (prensa, invitados y equipo) en qué consistía su trabajo, no teníamos ni la más remota idea de lo que nos íbamos a emocionar escuchándola.

Su trabajo, tan antiguo y artesanal como el tiempo mismo, es de esos que te atrapan desde el primer segundo en el que ella —que tan bien lo narra y lo describe—te cuenta lo que hace.

Adela nos explica que ahora lo están pasando mal, que el cambio climático no deja de hacer de las suyas y que hay días que no pueden mariscar porque la mortalidad de la pesca es tan alta que hay meses en los que solo pueden trabajar 10 días.

«Yo sería incapaz de hacer lo que ella hace.»

Ninguno lo comentamos en alto pero todos sabemos que duraríamos tres días en esas condiciones.

Ella lleva 40 años haciéndolo.

De pronto, y en medio de un relato sobrecogedor, Adela sonríe:

«Cuando estoy trabajando, miro al mar y el viento sopla en mi cara, me siento más libre que ninguna otra persona en el mundo. Y eso nadie me lo va a robar».

Hay cosas —muy pocas ya— que siguen siendo reales y tangibles. Oficios y actos a los que la garra de la digitalización no ha llegado aún.

Beber una copa de vino. Un abrazo. El fuego de una brasa.

Y el oficio de Adela Lestón.

Y nosotros no seríamos nadie sin todas ellas.